Hay algo difícil de definir en las imágenes de Cuando acecha la maldad. Alguna cualidad del horror primario, el que tiene que ver con lo que somos. Puede que sea su humildad, su honestidad. El caso es que dentro de ella hay un mal puro, insano. Y sobre ello vamos.
Puede que sea irregular en el apartado interpretativo (aunque Ezequiel Rodríguez y Demián Salomón están muy sólidos en sus papeles principales). O que tenga que abusar del desenfoque para tapar agujeros de presupuesto. Pero es sugerente, sutil, incluso desquiciante por momentos.
Demián Rugna sabe qué partida está jugando: maneja los tropos del terror con clase. Hay elementos folk, hay una representación del demonio pavorosa (está en todas partes, está siempre), un comentario sobre la familia y el aislamiento intenso. Da miedo porque provoca indefensión.
Puede que tengamos el lomo curtido de ver posesiones y todo tipo de demonios entrar en cuerpos. Pero aquí no hay prácticamente espectáculo. No hay ese crescendo narrativo tan hollywoodiense que nos hace saber por intuición cómo va a seguir la cosa. Hay mal. Un mal puro.
Hay estilo, también. Esas cámaras que miran poco, esos primeros planos que asustan, esos interiores rotos, esa violencia tan insoportable no por lo que muestra sino por lo que evoca. Hay, de hecho, una valentía en sus ideas y modo de ejecutarlas que no se ve a menudo.
Un cine sobrio y sugestivo, malévolo. Capaz de provocar un miedo que se queda pegado a la nuca. Cuando acecha la maldad es una película de sensaciones, que explora con aparente facilidad el significado real del mal. Ese que no mira atrás y no deja piedra sobre piedra.