
Llega un momento en la vida de todo ser humano en el que tiene que pensar en una palabra o una sucesión de ellas, una frase o un texto, que le defina. Son bastantes los que llegan a la conclusión de que son indispensables para la raza humana en particular y el universo en general, muy pocos los que después de mucha introspección se cuelgan la etiqueta de prescindibles, y una inmensa cantidad de personas las que pasan olímpicamente de buscarse un estatus y dejan que sean los demás los que se lo den. «A Felipe se le da muy bien la historia», y entonces Felipe piensa que, si sus allegados se lo dicen será por algo, y decide que su tarjeta de presentación en sociedad será la de «hola, soy Felipe y se me da bien la historia».
Existe también cierto sector de la población que decide que son artistas, y comienzan a hacer lo propio, o al menos intentarlo. Es una ambición noble, y si todo el mundo tratara de serlo en lugar de, qué sabré yo, ser tomador-de-café-y-leedor-de-periódico, este sería un lugar más creativo e infinitamente menos oscuro. No existen muchas razones reales para ser artista, si lo piensas, ya que te mirarán por encima del hombro, te llamarán «Felipe, ese que va de profundo» —sí, Felipe lleva una vida muy complicada— y serás el hazmerreír de tu abuela la que opina que lo que hay que hacer es buscarse un empleo y dejarse de gilipolleces.
Lo cierto es que la situación actual no es muy halagüeña para con los artistas, a no ser que además de artista también quieras ser muerto de hambre o tengas vocación de eterno hijo sin emancipar. Pero —siempre hay un pero— hay un puñado de personas que no se conforman con lo dado, y pretenden alcanzar su sueño dorado y convertirse en reconocidos novelistas, apasionados pintores, grandes fotógrafos, aclamados cineastas. A toda esa gente me quiero referir hoy.
Hay tiempo de sobra para hacer recuento de batallas perdidas, así que lo suyo es pretender ser el nuevo Dalí —aunque sin ese engorro de la obsesión por los rinocerontes y los bigotes imposibles— sin reservas, como si no hubiera mañana. La ambición es un aparato que viene de serie en los aspirantes a genio, así que hay que hacer uso de ella, y que no importe que la suerte devenga en peor enemiga.
Es duro, pero cada vez que intento abordar este tema, me salen un montón de chorradas sobre la inspiración y la concepción del arte que quisiera evitar, así que voy al grano: todo artista necesita de un buen espejo y de una ventana al mundo. De nada sirve querer aportar un nuevo punto de vista si no sabes cual es tu punto de vista, y por otro lado, es inútil querer inventar un nuevo concepto si no conoces cuáles son los que ya existen.
La realidad nunca tuvo tanta mordiente como hoy en día, cuando todo el mundo tiene una opinión sobre ella —que sean opiniones estúpidas o no es algo que dejaré para otro día—. Por más que la opinión pública se empeñe, no eres un egoísta, querido lector, por pensar en ti mismo un buen rato al día y hacerte preguntas tabú como «¿qué haría yo en esta situación si nadie me viera?» o «¿cómo escribiría yo este libro si no hubiera público para juzgarme?». Es más, esos tabúes son la base del estancamiento creativo y los blockbusters de fin de semana, cuando el responsable de la obra se preocupa demasiado de la repercusión mediática y de la opinión que prevé se va a generar sobre su persona.
El mundo necesita atrevimiento y dejarse de sus proverbiales «ay dios santo, y ahora qué van a pensar de mí». Los artistas necesitan una inyección de autoimagen y una patada en el culo bien fuerte que los envíe directos a la realidad. Tan importante es que el creador piense en el espectador como viceversa, y si hay algo que ningún artista debe olvidar es que son muchas las veces en las que a uno le entra el drama por no haber hecho las cosas de otro modo.
Esta sociedad se puede dividir en dos tipos de personas, y tanto es así que sus diferentes roles son los que proporcionan estabilidad al sistema, siendo lo más importante que en ningún caso está uno por encima del otro:
- Los creadores: aquí entra todo aquel bicho viviente que no solo mira los libros de recetas, sino que le echa dos cojones y añade pimienta y jamón a un postre de chocolate y naranja. Siempre se equivocan.
- Los espectadores: son todos los que se comen ese postre imposible que el creador de arriba «diseñó» y hacen de espejo público generando cantidades ingentes de estadísticas. Nunca se equivocan.
Esta ilustrativa diferenciación entre humanos —aunque ya sabes, querido lector, que la frase «hay dos tipos de personas» funciona con lo que le eches— da pie a que el enunciado de la pregunta sea el siguiente: ¿hasta qué punto piensan los miembros de un grupo en los del otro en el mundo real? Poco, ya adelanto. Pero me refiero a pensar en los miembros del otro grupo hasta conseguir hacer una distinción entre lo que se quiere contemplar y lo que se debe crear. Y ahí llegamos al espejo y la ventana, pues ese es el único modo de que el creador sepa qué se quiere atender y el espectador qué se debe crear para que en ambos casos sepan hacer lo contrario.
Concluyendo. El ser humano que opte por la vía del arte desde el lado de la creación tiene que tener cuidado de enfrentarse a menudo con el espejo, y así reflejarse en su otra parte —que no deja de ser él mismo pensando en qué le gustaría atrapar con los sentidos si no existieran los juicios de valor—; una parte por otro lado que debe comprender que no quiere más panfletos y boletines, sino obras altas en contenido, ética y estética para las cuales va a necesitar de toda su parte creadora.