por David García Miño

Las desgracias del escritor, y cómo enfrentarlas

FECHA DE PUBLICACIÓN: junio 14, 2012

Un escritor, habitualmente, se tiene que enfrentar con diversas modalidades de desesperación. No importa si escribe novelas, poemas, guiones, tuits o prospectos, los problemas son siempre los mismos. A veces estos dramas llegan solos, otras veces acompañados, incluso se han registrado casos en los que ni siquiera están ahí pero se les padece igual. Hablo de todas esas ocasiones en las que el domador de letras, sentado ante un ordenador, hoja de papel, libreta o pergamino, comienza a pensar demasiado, se le amontonan las ideas en el cerebro —o en el corazón, eso depende del escritor— y ya está liada, porque no es posible poner orden en ese síndrome de diógenes mental que tarde o temprano padece cualquier aspirante a Shakespeare.

Vamos allá.

1. «No encuentro las palabras», también conocido como «llevo dos horas pensando y solo me salen vaguedades». A veces ocurre que por más clara que esté la intención no hay modo humano de dibujarla en el lienzo en blanco que te observa desafiante. A cada dos palabras escritas, borrarías tres. La papelera está hasta arriba de frases sin completar, y el buen humor empieza a convertirse en hiel. Amigo mío, la musa se ha ido de putas, y por más que pretendas en este estado plasmar algo en el papel, lo más parecido a esa idea brillante que te ronda la cabeza va a ser un hermoso borrón.

Tómate un café, escucha un poco de música, y fúmate un pitillo —esto solo si eres fumador, a ver si luego me van a acusar de promover la muerte—.

2. «La historia no tiene final», cuyo reverso tenebroso es el de «tengo diecisiete finales y no sé cual elegir». Como decía antes, no importa lo que estés escribiendo, todo lo que empieza sobre el papel, ha de acabar sobre el papel, ya sea una oración simple o una novela de mil quinientas catorce páginas. Llegado a este punto, decir que vas por el buen camino, así que solo queda esperar a que la inspiración vuelva de su trajine nocturno y te ilumine con su desenlace. Lo más normal es que este punto sea particularmente preocupante, porque todo escritor sabe que un mal final arruina una maravillosa historia. Lo más sensato es, en cualquier caso, no escribir una basura cualquiera fruto de la prisa por acabar ya —otra cosa que se padece a menudo es la sensación de necesitar acabar ipso facto

No tengas pena, el final acabará llegando, aunque cuanto más pienses en él, más se esconderá en un agujero cualquiera de la mente. Haz cualquier otra cosa menos escribir.

3. «Tengo una idea pero no la entiendo ni yo», o en otras palabras, «quiero escribir sobre una cosa que no viene ni en el diccionario». Estas cosas pasan, no es para tomárselo a la ligera. Vas por la calle tranquilamente, y de pronto te asola una sensación al mirar a un grupo de gente haciendo lo suyo, y tú sabes que tiene sentido, que esa idea puede ser el germen de algo grande. Pero desgraciadamente, no sabes ponerle nombre, ni cuerpo, ni cara. Esa sensación se te queda grabada en el cerebro, pero no sabes exactamente cómo utilizarla, ni siquiera si realmente quieres saber qué hacer con ella.

Lo normal sería que un ser humano cualquiera desistiera ante la imposibilidad de desarrollar una idea, pero un escritor no se rige por los mismo principios. Él preferirá ahogarse en un pozo de cicuta antes que abandonar una idea prometedora. Lo mejor es siempre pensar en concreto, ya que los generadores de historias somos muy amigos de abstraer todo hasta convertirlo en una mezcla ilegible. Sal a la calle, y vuelve a buscar esa sensación.

4. «Escribo mucho pero no digo nada», también llamado el Talón de Aquiles del escritor. Aún no nació el novelista, poeta o lo que sea que no haya sufrido esto. Lo peor de todo es que solamente eres consciente de este mal cuando vas a tener que tirar a la basura horas de trabajo. El escritor es muy propenso al pensamiento prolijo, esto es, a pensar mucho y muy rápido y a perder el hilo conductor con extrema facilidad, por eso va a necesitar de toda su concentración para no divagar más de lo indispensable. No es que sea necesario sintetizar, ni resumir, sino no perder el norte. A veces ocurre que por culpa de la necesidad de mantener una línea estilística la historia se difumina entre formalismos y manierismos, para lo cual lo mejor será volver a la escaleta para luego poder reconstruirlo.

No hay que agobiarse, esto pasa en las mejores familias. Pon en orden las ideas, asegúrate de releer lo que escribes como si saliera de otro par de manos y, sobre todo, intenta evitar el punto siguiente.

5. «No escribo nada pero intento decir mucho», que es lo que ocurre cuando, aniquilado mentalmente por culpa del punto cuatro, tratas de atajar el problema creando otro. No se trata de convertirse en un ser críptico —esto depende del estilo de cada uno, claro, pero nunca de una vendetta personal contra alguno de estos problemas—, sino de prestar atención a la justa medida en que se debe plasmar algo sobre el papel.

Una vez, un colega que también se dedica al audiovisual, me dijo una frase muy ilustrativa a este respecto: «Todos los aspirantes a cineasta quieren comenzar jugando a ser David Lynch, pero lo lógico es pasar primero por pretender ser Steven Spielberg». O lo que es lo mismo, es mejor comenzar por trabajar una estructura narrativa normal, sobre una línea del tiempo coherente, que pretender montar una antiestructura en forma de  ensayo sobre el mundo onírico. Es la ambición, querido lector, ni más ni menos.

Una vez superado este punto, solo quedará enfrentarse a la última pero no menos destructiva dolencia, la que puede lograr que toda esa voluntad férrea se vaya por el retrete.

6. «Vaya montón de mierda que he escrito», lo que en otros términos se traduciría en «la autocrítica desproporcionada». Primero hay que partir de la base de que un escritor tiene que tener un buen nivel de autocrítica, sino todo lo que salga de sus manos no habrá pasado por el propio control de calidad, que siempre es el más exigente. El problema está cuando se vuelve contra uno mismo, y acaba desprestigiando por completo cualquier cosa que lleve tu firma. Te obsesionas con tus propias palabras, te dices «esta oración está mal subordinada, si Dostoyevski leyera esto entraría en coma intelectual», y demás lindezas propias de un escritor, ahora sí, completamente sumido en la miseria.

Aquí la mejor solución es dejar pasar un tiempo desde que pones la última coma hasta que decides releerlo todo, porque en caso contrario estarás todo el rato buscando fallos, y te aseguro que los vas a encontrar. El paso del tiempo hace que todas esas palabras que suenan a ti parezcan algo un poco más impersonal, y te ayude a coger un poco de perspectiva.

Y ya terminando esta antología de la tragedia narrativa, solo me queda asegurar que sí, todo esto es solo una millonésima parte de las horribles situaciones por las que puede pasar un escritor, así que, querido lector, buena suerte en el ejercicio de la creación.