Estos días estamos asistiendo a uno de esos movimientos sociales que tanto gustan de aparecer en la era de las redes sociales. Un movimiento, además, que solo tiene relevancia en el altavoz que suponen, y que no suele repercutir realmente en el orden global de las cosas. Me gusta pensar que porque en Twitter se extrae lo más vociferante y rancio de cada persona, pero mucho me temo que responde más al modo en que cada ser humano encuentra su reducto de paz en la seguridad que representa la vida a través de una pantalla. Lo que hoy en día tanto gusta llamar «simulación», vaya. El tema en cuestión es lo que ya podríamos calificar de Netflixgate, la crisis de las cuentas compartidas, que como bien sabrá el lector, han quedado suspendidas por orden del gigante del streaming, que ha «ilegalizado» la famosa práctica de compartir contraseña y gastos para acceder varias personas al contenido de la plataforma1.
El tema es el siguiente: hemos visto, bajo el uso del hashtag #AdiosNetflix, centenares de usuarios que están expresando su desacuerdo con la empresa dando de baja sus cuentas, invocando a Jack Sparrow y su práctica de la piratería y un muy airado ademán que viene a significar «a mí no me estafa ni dios». Lo que viene a querer decir todo esto tiene mucho más que ver con el devenir de nuestros tiempos de lo que podría parecer en primer lugar: la revolución individual está pretendiendo alcanzar el tinte de una protorevolución colectiva, buscando expresar que cada uno de los individuos que se manifiestan contra la plataforma, que les quiere privar de ver la última serie de moda mediante el incremento de su tarifa —y la disminución de sus posibilidades—, forma parte de algo más grande que sí mismos. Como si afeando a Netflix en lo micro estuvieran alcanzando algún tipo de responsabilidad social en lo macro, algo de lo que sentirse partícipes. Puede que estemos ante la máxima representación de la revolución de bata y zapatillas, de la maximización del sentimiento de pertenencia a algo socialmente aceptado para potenciar el propio ego; para destacar dentro del grupo social, por contradictorio que parezca, buscando no destacar.
Claro que Netflix representa el infierno del contenido —y uso la palabra «contenido» con toda la intención— y bastantes más cosas que no vienen al caso, en el que cada plano, cada corte de montaje y cada decisión están orientadas a mantenerse en el sistema, a capitalizar el tiempo de cada usuario mediante cómodas cuotas que le servirán, a la larga, para fidelizar a más usuarios con más contenido y más cuotas. La intención de este texto apunta al descargo de responsabilidad del consumidor, que se vacía los bolsillos sin preguntar siempre que mantenga la ilusión de seguridad, como apuntaba Tyler Durden2; que paga pero siempre «porque a mí me da la gana» y bajo unos términos propios concretos. Se diría que el propio acto de la indignación devalúa la propia indignación, ya que al expresarla de un modo tan llamativo y pueril se cae en la trampa del carcelero, que está interesado en que la conversación se quede siempre dentro de la celda. Parece que, de este modo, entregarse a las bondades del #AdiosNetflix tiene mucho más de concurso de méritos personal que de verdadera hostia en la boca a la multinacional, que sufriría un verdadero ostracismo si se la condenara, por las razones correctas, a una castigadora y merecida falta de relevancia.
Decía Mark Fisher en Realismo capitalista que «alternativo, independiente y otros conceptos similares no designan nada externo a la cultura mainstream»3, sino que se trata de «estilos, y de hechos estilos dominantes, al interior del mainstream»3. Concluyendo que «nada le va mejor a MTV que una protesta contra MTV»3. La verdad es que, teniendo en cuenta el ámbito de aplicación de la aparente contradicción que supone beneficiar al sistema a través del ataque al propio sistema, que es amplio y bastante oscuro, podemos considerar esta revolución provinciana como un juego hecho a medida del propio capital —y por lo tanto de Netflix—. En el que no hace falta más que señalar con el dedo y pretender ser el más revolucionario del lugar para acabar, inevitablemente, engullido por las fauces de la industria; reducido a vulgar peón en el tablero que Netflix —que en su enorme y rentable entramado tiene más que previsto este éxodo— ha colocado para que la huida tenga el significado de gran enfrentamiento, casi como David contra Goliat, pero que únicamente simboliza la pérdida del individuo ante la globalidad aplastante de la guerra del contenido.
Interpretar como revolucionario un acto antirevolucionario que pretende elevar la autoafirmación en la conducta de «en mi streaming mando yo» vaticina que, efectivamente, el único que va a salir a la larga escaldado es el usuario, que tras la calentada inicial va a volver a dar de alta su cuenta en el gigante del streaming, pero esta vez sin ponerlo en Twitter ni sentirse tan insurrecto, escondiendo la hoz y el martillo para la próxima ocasión en que haga falta presumir de ideales. El problema mana de considerar que airear este tipo de elecciones básicas —como tener una cuenta de Netflix, o en este caso cancelarla con inquina— significa algo a nivel de tejido social. Una vez más, se juega en el campo de los gigantes, los que recuerdan al mundo que si algo es tendencia es porque ellos han querido; que aceptan convertirse en el temible azote por el que merece la pena emitir exabruptos durante un par de jornadas porque lo importante, saben, siempre se deja para otro día.
- Díaz, R. D. (2023, 9 febrero). Adiós a las cuentas compartidas en Netflix: así son los nuevos planes y precios. ELMUNDO. https://acortar.link/fnZmyh[↩]
- socinety. (2020, 7 diciembre). Tyler Durden | Plane Crash | Fight Club [1080p] [Vídeo]. YouTube. https://youtu.be/5_65DsndmSs?t=55[↩]
- Fisher, M. (2016). Realismo Capitalista: ¿no hay alternativa? Caja Negra Editora.[↩][↩][↩]