por David García Miño

Sobre el pensamiento vulgar y el arte de entender

FECHA DE PUBLICACIÓN: junio 21, 2012

Normalmente ocurre lo siguiente: uno se levanta con ánimos suficientes como para vencer a la adversidad en todas sus formas, se sienta frente a cualquier fuente de información, y va viendo poco a poco mermadas sus mejores cualidades para dejar paso al desprecio, la indiferencia y la pena-penita-pena. Esto pasa con una frecuencia bastante elevada, tanto que la mayoría de los que intentan cambiar el mundo acaban cambiando únicamente el modo en que interactúan con el, completamente asqueados. Yo, que no debo ser muy listo, acabo todos los días en la misma tesitura. Me emociono con mil tonterías para finalmente descubrir que lo que en mi cabeza era una realidad mejorable es un esperpento carente de lógica.

Leer los periódicos es casi un ritual parafílico, ya sabiendo lo que te vas a encontrar y aun así desoyendo los consejos de tu salud mental. Te entretienes entre las palabras de personas perfectamente inconformistas, de estas que buscaron la definición de indignado en el diccionario y lo aplicaron a lo que creen que va a generar pensamiento. Y menudo error, cuando tú, desentendido completamente de las penurias intelectuales de los colectivos que promueven el arte y el ensayo como un modo de vida —esto es irónico—, te olvidas de que ayer eras otro. Pero eres una persona de fe —más quisiera—, y crees que el desorden mental y la reconstrucción de la identidad pueden ser algún día algo más que una esquela perpetua en sabe dios qué páginas olvidadas.

No es necesario molestarse en entender un carajo, y llegado el caso, con tal de leer un poco en la wikipedia ya eres doctor cum laude honoris causa en el arte de la cría de la hormiga subsahariana. Pasa continuamente, en todas partes y a cualquier hora. Se pueden leer miles de letras inconexas hasta en los lugares más recónditos de la creación, y no por ir acompañadas de un título muy mediático van a tener más razón que el pobre diablo que se consume solitario en cualquier camastro.

Maldito sea el arte de entender, el primogénito de los males del hombre encerrado en su ombligo. Hay tantas personas entregadas a la causa de la desinformación que incluso ellas mismas se creen poseedoras de la Verdad, así en mayúsculas. A lo mejor es que hemos llegado a un punto en el rumbo de la humanidad en que la verdad ya es algo alcanzable y asumible y yo aquí sin haberme enterado, pero como de momento aún conservo algo —muy poca— de salud mental, me niego a caer en las redes del fundamentalismo.

Parece que escuchar y pensar a la vez ha dejado de estar de moda, con todo lo que ello conlleva. No es que las personas hayan perdido esa capacidad, no sería justo infravalorar al último reducto de seres humanos que aún son conscientes de la inexactitud de todo cuanto creen conocer, es que se ha convertido en un lujo innecesario llegada la hora de comprender. Tantas veces lo vulgar está a la orden del día que por desgracia se ha convertido en una costumbre, y lo mundano, mezclado con lo fingido, da como resultado un cóctel de ignorancia, atrevimiento y falta total de escrúpulos.

Cada vez que caminas por la maldita calle te encuentras todo tipo de personas —como es natural—, a saber: guapas, feas, de una calidad humana sin parangón, reencarnaciones del mal, indiferentes, ignorantes, y un etcétera demasiado largo para transcribir aquí. Evidentemente, yo, que no leo las mentes, no puedo reconocer esas características básicas de la muchedumbre a la primera ojeada, pero ahí están, cruzándose contigo y creándose una opinión inexacta de ti del mismo modo que tú de ellos. En un mundo ideal, las opiniones infundadas nos las meteríamos bien dentro del orto, pero como vivimos en multitud y con la misma organización que un ejército de polillas, necesitamos de nuestras percepciones para hacernos una idea bastante poco aproximada de la realidad.

Hace mucho tiempo que el personal ha dejado de interesarse por los demás, y digo de verdad. No me vale hablar de activismo sentado en alguna terraza con dos cervezas presidiendo la mesa, ni reprocharle al prójimo que no recicla el vidrio mientras engordas tu hipocresía con cuchicheos traperos. Deberíamos estar cansados, asqueados de que todas las revoluciones sean tan provincianas, tan de puertas para dentro, pero lo que estamos es encantados con que alguien finja que escucha nuestras gilipolleces con pretensiones alentando un sentido del ego cada vez más sobrevalorado.

Es imposible pretender que te entiendan cuando el pensamiento es tan vulgar, tan pasado de rosca, y por más que dibujes tu mejor sonrisa al escuchar, a nadie quieras engañar si es que solo estás esperando tu turno para hablar —un fenómeno espectacular: desde que aprendemos a emitir sonidos nunca nos callamos—. Yo me paso el día entero pensando que lo más probable es que la esté cagando con cada palabra que digo; es más, posiblemente mañana este mismo texto tendría otros ejemplos y otras ideas —mejores o peores no lo sé, ahí está la gracia—, y precisamente por eso no salgo de mi asombro cuando me topo con tanta «verdad» y tanto cinismo cada vez que escucho alguna conversación sin querer, de esas que pasas cerca y no puedes evitar espiar.

Ojalá esté terrible y obscenamente equivocado, y toda esta retahíla de desventuras sea de todo menos correcta. Ojalá, porque pese a todo, eso querría decir que la humanidad aún tiene algo bueno que ofrecer.