Toda forma de arte es un acto comunicativo. Es decir, el arte, pese a existir dentro de sí mismo y tener unos valores incorruptibles que dependen única y exclusivamente de sus logros particulares, no respira fuera de la mirada del que está al otro lado. Debe transformar, debe dar forma a una realidad, debe herir o sanar; debe ser percibido por la materialidad cognitiva de otros seres sintientes para completar su viaje. Como toda comunicación, está sujeto al requisito del emisor/receptor, y también al de definirse alrededor de un código (sea cual sea) que sirva para interpretarlo. ¿Esto qué quiere decir? Que da lo mismo que estemos ante una obra de arte narrativa (la mayor parte del cine o la literatura, por ejemplo) que de una eminentemente estética o contemplativa (la mayor parte de la pintura o la fotografía): sus virtudes deben ser transmitidas para poder ser absorbidas. Toda forma de arte que fracase en este momento, habrá fracasado en su conjunto. Desde Lynch hasta Cameron, desde Kandinski hasta Velázquez, desde Músorgski hasta Dvořák, desde Dostoyevski hasta Lem, desde The Doors hasta Lana Del Rey, pasando por todos esos artistas relevantes que han diseñado un sistema propio e inteligible, fiel y honesto, reposado y fruto del genio, ni uno solo de ellos habrá faltado jamás al más intocable de sus deberes: alcanzar el exterior, ser visto.
Pero aquí hay una trampa: el deber de «ser visto», o «ser interpretado» no requiere, necesariamente, de que literalmente sean «vistos» o «interpretados». Responde a una cualidad intrínseca de cada una de las obras, no a un acto final. Quiere esto decir que el arte escondido sigue siéndolo. Precisamente porque existe en él la vocación de salir al exterior. Que lo consiga, claro, es otro tema. Un tema estructural, capitalista, meritocrático, injusto, casi siempre irregular y cuestionable. Pero otro tema. Después de todo, lograr la más elevada posición para tocar de cerca a la humanidad no se alcanza sin logística, y si algo podemos tener claro en este perro mundo es que nadie da duros a cuatro pesetas. Pero, ¿cómo se valora, dentro del sistema artístico, de la intención del creador por inocular ideas o sensaciones, la capacidad de «sentir» del que está al otro lado? ¿Es verdaderamente relevante para una obra de arte «emocionar» específicamente al que la recibe? Voy a resumirlo en pocas palabras: la obra de arte pura no «busca» hacer sentir al individuo sino al todo, pero por su propia forma de ser provoca sensaciones particulares inevitables. La diferencia que se expresa ante este dilema parte de lo siguiente: si el arte buscase activamente provocar una emoción única y cuantificable significaría que, como intérpretes, tendríamos la capacidad de objetivar esa emoción y generalizarla a todas las personas que están expuestas a la obra (algo tan falaz que da miedo hasta escribirlo). Lo cierto es que incurrir en determinados afectos o humores es por definición azaroso, dependiente de uno mismo. Siendo aún más claro y determinado: uno es responsable de lo que dice, no de lo que «el otro» entienda.
Claro que, ¿qué es exactamente sentir? O para ser más específico, ¿qué es exactamente emocionarse? Si atendemos a la psicología, los requisitos para que una emoción sea llamada tal son seis: que sea primaria, lábil, condicionable, intensa, universal y fugaz. Y si seguimos en este ámbito, tendríamos que hablar de la tríada reactiva. Esto es, diríamos que necesariamente ha de tener un componente somático. Que siempre ha de producir cambios o alteraciones fisiológicas. Y, y aquí viene el punto clave, que toda emoción tiene, siempre y por definición, carácter subjetivo. ¿Podríamos valorar una obra de arte, y basar nuestra consideración de lo que significa y lo que propone, en una variable tan personal y que supone el epítome de lo subjetivo, de lo individual, como una emoción propia? ¿Acaso si a una persona el David de Michelangelo le deja fría le quitamos sin miramientos la etiqueta de «arte»? Ruego el lector me disculpe ante este burdo ejemplo, pero espero entienda a lo que me refiero: el arte emociona, pero esa emoción concreta no le define ni le contiene. El arte provoca sensaciones y pensamientos, estimula la empatía y la simpatía, remueve la conciencia y altera el intelecto, pero lo hace por la grandeza que sea capaz de alcanzar por sí mismo, no por la altura moral, emocional o intelectual de aquel que está al otro lado.
Percibir, por otro lado, es casi un acto de fe. Al problema de lo perceptivo, hemos de sumarle el problema de lo sociocultural y de lo individual. Esto quiere decir que, además de partir de un lugar que ya podemos considerar contaminado como es nuestra propia percepción, que además está condicionada por tantas variables que sería imposible recoger en un texto como este, hemos de tener en cuenta que nuestro bagaje personal va a salir a la palestra. Por ejemplo: si hemos tenido la desgracia de vivir de cerca un trastorno de la conducta alimentaria, en un familiar, en un ser querido, en nosotros mismos, una obra narrativa que aborde el tema irá directa a nuestro interior, se conectará con nuestro abanico experiencial, y no podremos hacer nada para evitarlo. Porque nos veremos reflejados en cada paso, veremos nuestras vivencias desde fuera. ¿Le quita relevancia a la obra, acaso se la da? Ninguna de las dos cosas. Decía Tarkovski que «el arte se dirige a todos con la esperanza de despertar una impresión que ante todo sea sentida, de desencadenar una conmoción emocional y que sea aceptada»((Tarkovski, A. (1991). Esculpir en el tiempo. Ediciones Rialp.)). Al arte le atañe el mundo, apuntar hacia afuera, lanzarse al vacío sin mirar a nadie ni a nada a los ojos, sino a los mismos ojos de todos y todo. Alcanzar lo emocional con un filme, con un tema musical, con una novela, habla sobre todo de uno mismo, de cómo hemos podido tener la capacidad de sentirnos interpelados a través del pensamiento, pero incurriríamos en un error de método si para definir esa obra utilizásemos esas mismas sensaciones como divisa y no la potencia que surge de la verdad que vive en el arte audaz y absoluto.
¿Dónde deja esto la valoración del arte? ¿Acaso sentirnos profundamente interpelados por una obra no significa nada? De nuevo, en absoluto. De la misma manera que el mar es agua pero el agua no es mar, podríamos decir que el arte es emoción pero la emoción no es arte. Entrenar la capacidad para valorar lo extraordinario es un elemento capital en la formación del individuo. Ser capaces de separar el grano de la paja. Ser conscientes, al final, de qué es relevante por alcance, por mirada, por singularidad, y qué lo es solo para nuestra sensibilidad. El arte que «nos» emociona es valioso para nosotros mismos, quizá porque como seres humanos somos reacios a separar la verdad objetiva de la subjetiva, o como diría Kant, a ver la «cosa en sí». Pero la obra de arte máxima existe tanto en nosotros como más allá de nosotros, porque no necesita de nuestra individualidad para trascender y llegar más lejos. Ser conscientes de esto es, al final del día, lo que nos dejará margen de maniobra para sentirnos libres sin que nos frene el ego, lo que nos llevará a superar el miedo a escuchar que nuestra película favorita es mediocre (sea o no cierto), a alcanzar la mejor versión de nosotros mismos en cómo nos relacionamos con el acto creativo. Después de todo, el arte es un pilar básico del desarrollo humano, no tendría sentido que lo redujésemos a nuestro propio ombligo.